El pasado 28 de marzo, un devastador terremoto de magnitud 7,7 sacudió Myanmar, dejando más de 1.600 muertos y al menos 3.400 heridos. La ciudad de Mandalay, una de las más pobladas del país, se convirtió en el epicentro de la tragedia, con calles destruidas y edificios reducidos a escombros. La intensidad del sismo también se sintió en países vecinos como India y China, mientras que en Tailandia, Bangkok sufrió graves daños estructurales y dejó al menos 10 víctimas fatales.
Las imágenes de la catástrofe muestran rascacielos tambaleándose como estructuras de papel, agua de piscinas desbordándose por las ventanas de hoteles de lujo y trabajadores aferrándose a lo que pueden para sobrevivir. En Tailandia, un limpiador de vidrios quedó suspendido en el aire, mientras que en Myanmar, hospitales colapsados y carreteras destrozadas revelan la fragilidad de la infraestructura del país. Además, una fuerte réplica de 6.4 agravó la crisis, dificultando aún más los trabajos de rescate.
Caos y destrucción tras el sismo de 7.7 en Myanmar y Tailandia
La junta militar que gobierna Myanmar ha reconocido que la tragedia supera su capacidad de respuesta y ha realizado un inusual llamado de ayuda internacional. Esta crisis llega en un contexto de inestabilidad política y una guerra civil que lleva más de cuatro años, dejando a la población en una situación de extrema vulnerabilidad. El terremoto ha expuesto la precariedad del sistema de salud y la falta de preparación ante desastres naturales en el país.
Este sismo ha sido un recordatorio brutal de que la región sigue siendo altamente sísmica y vulnerable a desastres de gran magnitud. Myanmar, conocido por su riqueza en rubíes y templos dorados, hoy enfrenta una de sus peores crisis humanitarias. La comunidad internacional se moviliza para enviar ayuda, mientras los equipos de rescate siguen buscando sobrevivientes entre los escombros.